viernes, 31 de diciembre de 2010

Tierra Punzó.

El cuadrilátero en el medio, con vallas de madera como contención; las gradas a los cuatro costados, dando la sensación, desde el techo, que se trataba de un enorme embudo, un esqueleto gigante, que en cada pelea, bullía como la boca del infierno. Otrora escenario de pelea de gallos, ahora servía como ring de boxeo callejero. Decir boxeo callejero es decir pelea limpia con las manos, sin armas de ningún tipo, pero sin reglas, con la única excepción de la norma aceptada por todos; gana el que queda en pie. El otro, el perdedor, casi que queda condenado a la muerte porque el hecho de perder lo invalida como merecedor de atención de algún tipo. Sí, la misma norma para las peleas de gallo se aplica al combate entre hombres. Tiene su lógica; somos tanto o más animales que aquellos, sin importar que racionalicemos nuestras acciones o nuestros deseos. El olor a sangre y la expectativa de muerte activan los más rústicos e inexpresables sentimientos; nuestra animalidad dormida despierta con más hambre que nunca ante la posibilidad de la satisfacción. ¿De qué otra manera explicar el bullicio en este enorme embudo de madera?
El ambiente, caldeado por alguna que otra apuesta sin pagar, explotaba. No era para menos; el campeón, el hombre más temido de esos pagos, se enfrentaba con un mocoso advenedizo, largo de lengua y con poca experiencia probada en las manos. La sangre estaba asegurada; en las gradas no entraba ni un alfiler. Al compás de cientos de manos que sostenían entre los dedos billetes de varios colores, las apuestas crecían a favor del veterano campeón; es más, ahora se apostaba no quien ganara, sino en cuánto lo haría. Al fin, ambos contrincantes entraron en el ring. El piso, de arena y tierra, rojizo de sangres anteriores, era toda una premonición; entrar en ese cuadrilátero era como ponerse una moneda de oro en el ojo para que el barquero nos lleve al otro lado, dándole la otra a nuestro oponente y pidiéndole que intente, a los golpes, ponerla en el otro ojo, y así asegurarnos nuestro viaje de este mundo.
La pelea fue obvia pero inesperada. El campeón, lo más cercano al terror hecho hombre, había caído en manos de un pendejo que ni siquiera se sabía a ciencia cierta si alguna otra vez había peleado. Golpes francos en toda la cabeza, con exactitud y fuerza formidable habían sido demasiado para el depuesto rey. Caído en la arena, con la nariz rota y la boca llena de sangre, fue arrastrado hacía el fondo del embudo de madera y tirado allí, abandonado a su suerte. El mocoso, nuevo campeón, era ahora mirado con ojos de miedo y respeto; se daba comienzo así a un  reinado que quién sabe cuánto durará pero que de seguro ya tiene fecha de vencimiento. Eso es inexorable; el llegar no es más que un pretexto para partir. La continuidad está asegurada. Muerto el rey, Viva el rey.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Limbo privado

Los labios apretados, los ojos cerrados;
Las palabras que no pueden salir de nuestras bocas;
Las miradas que nos perdimos por miedo.
Hace bastante que estamos en este limbo privado, nuestro. Es triste, pero tal vez es lo único que nos queda.

Muevo los labios, abro la boca para intentar decirte algo;
Es inútil, no sale una palabra, un sonido; creo que tampoco aire.
Abro los ojos para mirarte, pero es imposible;
La falta luz los inundó de sombras.

Estoy así, ciego y mudo;
No puedo decirte nada que ya no sepas, ni puedo mirarte de otra forma.
Tal vez sea triste, pero es mi porción en nuestro limbo.