miércoles, 27 de junio de 2012

media nera


Gris, larga, con la punta de los dedos y el talón negro. Una media básicamente. Pero no tengo idea dónde puede estar. La semana pasada me compré 3 pares y hoy tengo 3 medias nomás, todas surtidas; una blanca, otra toda negra y otra gris, larga, con la punta de los dedos y el talón negro. En realidad el problema no es que se pierdan, si las medias van y vienen, lo malo es que se pierdan en desorden; si lo hicieran parejito, de par en par, hasta podría armar un tipo de calendario con predicciones y todo…pero no. Se pierden como se les canta a ellas, y siempre me quedo con unos pares impares impresentables. Hoy puedo combinar y usar un par; por ejemplo, el soquete blanco liso con la negra a cuadrille, pero mañana se va todo al carajo. Hay gente que no sale de la casa si no se baña y yo no salgo sin medias. Ergo, hay dos opciones; busco alguna de las que se perdieron o me compro otros pares. El problema es que hoy es domingo. Y mañana feriado. Y entonces hay que buscar. O usar un par 3 días. Talco, mucho talco.

El departamento es chico, esto tiene que ser fácil. Siempre la teoría es sencilla, pero a la hora de los bifes pasan cosas raras. Encuentro de todo; plata, monedas, atados apretujados de cigarrillos, encendedores (¡acá están!), fotocopias de la facultad, mi documento con su respectiva cédula (ahora tengo duplicado y original), más  plata…pero de las medias ni noticias. No puede ser, tienen que estar por acá…  A ver, ser rutinario tiene que tener alguna buena; hagamos memoria, tratemos de reconstruir la secuencia desde el momento en que llego a casa después de un día normal, un día cualquiera, por ejemplo, el jueves pasado. Llegué vestido, con las medias puestas; me saqué la remera, el jean, me puse la otra remera, los shorcitos de fútbol y todavía tenía las medias en los pies. Y era un par del mismo color, la misma trama y hasta la misma marca. Siempre me las dejo puestas hasta que entro a bañarme o me voy a dormir; en ese momento las pongo con las otras cosas en la bolsa de ropa sucia; acumulo y los viernes la llevo al lavadero para que solamente la laven. Limpia la ropa, la cuelgo en casa a que se seque, en el patiecito interno compartido del edificio. El jueves fue hace tres días nomás y me acuerdo haber cumplido la rueda. También estoy seguro de  haber colgado el sábado medias que coincidían. Pero me estoy dando cuenta de que hoy al mediodía, cuando saque la ropa de la soga, ya no eran pares; las medias estaban solteras. Entonces la clave del problema está ahí, en el momento justo, clave, entre que pongo la ropa limpia pero mojada en la soga para que, justamente se seque, y el instante en que bajo la ropa limpia pero seca para no andar en bolas por la calle. Veo tres potenciales explicaciones: se vuelan por un viento huracanado que sólo sabe cómo sacar medias, tienen vida propia o alguien en el edificio las colecciona. Bueno, está bien; las roba. Quería hacerlo más poético che.

Talco. Mucho talco. Encima es verano. Pero  mientras iba poniéndome las medias dispares y dándome cuenta que quedaban extrañamente bien, pensé un plan. Como siempre y como no podría ser de otra manera, algo simple-efectivo-inútil-absurdo, básicamente. La cosa es así; mañana, lunes, me compro 3 pares. Uso uno el martes, otro el miércoles y el tercero, el jueves; el viernes los llevo a lavar, con el resto de la ropa sucia. Hasta ahí, nada fuera de lo normal, pero el sábado cambia todo: me quedo todo el día oculto tras la ventana, mirando el patecito interno donde está  el tendedero de ropa. Puedo leer, escuchar música, comer, tomar mate, café y por fin, sí por fin, voy a poder darle uso al regalo de mi madre por mí cumpleaños: un par de binoculares. Al principio uno cree que para algo le pueden servir, al menos para hacer una emulación de The rare window, pero no; a lo sumo le espías las tetas a una vecina hasta que te das cuenta que estás mal, muy mal (o que esas tetas están mal, muy mal), los guardas y no se lo contás a nadie. Pero ahora sí, esto es contable en una cena familiar: “Má, no sabés lo bien que me vinieron los binoculares. Paré una sangría de medias increíble”. Y quedás como un campeón, además de retrasar un poco la pregunta “¿y para cuándo una novia vos?”; no sé mamá, basta.


La mañana pasó tranquila, nadie se asomó al patiecito; bah, nadie humano, porque Florian, el gato de planta baja, se la pasó dando vueltas. Cosa rara ese gato; parece más perro que otra cosa. No está castrado y sin embargo no se escapa; esta gordo, le gusta que lo toquen y es obediente. Increíble pero cierto,  tanto como que ya son las 3 de la tarde, y que de no hacer nada me agarró un hambre voraz, animal, que no deja pensar casi. El problema, el gran problema, es que para frenarlo tendría que cocinar y eso implica moverse de la ventana y perder, por carácter transitivo, la chance de agarrar al ladrón. Bueno, la manzana roja rojísima no está tan mal, pero no se compara a un pollo con verduras y eso, ¡ah!, eso sí que te deprime automáticamente…y ahí comienza todo en espiral; yo y mis ideas, yo y mis vecinos cleptómanos… qué miseria hermano. En realidad, no es tan grave, pero por qué no me habrán regalado medias digo yo, la pucha.

Hace 4 sábados que hago lo mismo y nada. Pero qué tarado, me olvidé de contarles; las medias son historia, lo importante ahora es la cabeza rubia de la medianera. El primer sábado, cuando ya estaba aceptando el fracaso, apareció en la medianera de enfrente una cabeza rubia que me miró un rato y desapareció. Fijé los ojos un rato más pero no volvió a aparecer sino hasta la otra semana, es decir el otro sábado (porque sí, volví, obvio). Una cabeza rubia, de mujer, con unos lentes de sol enormes y unos binoculares. Y así desde hace 4 sábados. Aparece un rato, me mira, desaparece y después vuelve.  Ya no miro al patio, ni a la soga, ni las medias; ahora apunto a la medianera todo el tiempo. Y cómo tengo todo el tiempo, me di cuenta que un cerebro ocioso es la máquina del diablo, pero también es la valijita de Félix; uno descubre que puede llegar a pensar cosas increíbles. Si no, escuchá el plan que armé para hablarle. En un ataque de creatividad, armé un muñeco de mi estatura relleno de goma espuma; la cabeza es de telgopor, las manos son guantes de latex rellenos con papel de diario y está vestido con un mameluco azul, viejo, de cuándo iba al industrial. Le puse un gorrito y lentes de sol; lo até a la silla y lo tengo atrás mío. Cuando la cabeza rubia vuelva a aparecer y desaparecer, inmediatamente pongo al muñeco en la ventana; entonces bajo corriendo las escaleras hasta el patiecito interno, me arrastro por las baldosas rojas hasta la medianera y me quedo ahí, agachado, hasta que vea los codos apoyarse en el borde de la pared y entonces, sí, me levanto de apoco para no asustarla y le hablo. Simple. Y lo del muñeco es genial, que nadie me lo discuta.

Ahí está. Ahí se fue. Rápido, hay que hacer todo rápido. Pongo a Ernesto en la ventana (sí, ya tiene nombre), salgo corriendo por las escaleras y me agacho; espío con los binoculares a la medianera y no, la cabeza no está. Ahora comienzo a arrastrarme hasta allá; en realidad podría correr agachado, pero ya está, ya falta poco. Más que el dolor en las rodillas me preocupa que me haya visto algún vecino y que mañana llegue un cartelito por debajo de la puerta que diga “el patio no es para juegos, salame”, pero no, no importa, si ya estoy a un paso. Listo, a esperar; miro para arriba, al borde de la medianera. Ni bien aparezcan los codos, levanto una mano para que no muera del susto y me pongo de pie con un “hola” en la boca. ¿Qué es lo peor que podría pasar?, ¿un grito?, ¿un cachetazo? ¿o que me diga “hola, ¿cómo estás”?; no sé, no sé…pará, eso es un codo. Ese es el otro codo; mi madre, tengo que hacer algo. Ehhhhh….a la una, a las dos y a las ¡tres!. No pará, pará, pará, no puedo hacerlo tan violento; se va a morir de un susto. Esto tiene que ser despacio, en cámara lenta. Levanto la mano izquierda cerquita de su cara para anoticiarle de que hay algo en la medianera; ella se queda sorprendida, se saca los binoculares y me mira desde arriba. Así que la cabeza rubia es ella; así que ella tiene los ojos miel, la piel muy blanca y una expresión de sorpresa increíble en la cara. Me levanto despacio, mirándola; quiero hablarle, pero no me salen las palabras. Pero seguimos mirándonos a los ojos los dos. Me acerco un poco más y ella también; no sé cómo, pero de repente le estoy dando un beso a unos labios suaves, pintaditos de rojo, ni finitos ni gruesos; perfectos, básicamente. Y mientras estoy pensando esto, siento que ella se separa de mí, me mira y dice, sacando unas medias perdidas del bolsillo del sobretodo, “tomá, cayeron de mi lado del patio hace unos meses”. Entonces me entero de que nunca hubo ladrón, sólo ella.

martes, 10 de abril de 2012

Yo maté a Ramirez

Abrí los ojos con la sensación de que había dormido mucho. La habitación está obscura; seguramente ya es noche. O madrugada. O tarde-noche. No hay reloj en la habitación. Sin reloj, no hay percepción del paso del tiempo, porque todo es un continuo. Sonrío; siempre deteste ver el tiempo correr. ¿Hay algo más horrible que un futuro incierto y arrugado?;  el tiempo es algo que no vemos, pero que está, que se hace objeto para que te acuerdes de que existe. Por eso el reloj es el mecanismo más buchón que se haya inventado; te grita todo el tiempo que el tiempo corre. Por eso ya me levante bien; no hay relojes, no hay espejos, no hay tiempo.
A pesar de todo, creo saber quién soy. Me llamo Esteban Antúnez (creo). No sé cómo ni porque, pero sé que estoy en Buenos Aires; bah, en realidad no se me ocurre otra ciudad. Aunque sé que debería revisar la habitación (hacer una inspección diría un señor policía) para buscar alguna llave, algún papel, algo, también sé que no va a pasar en lo inmediato. Ya fue. Busco. Termino sin empezar; tres giros de cabeza y me di cuenta que no hay mucho en la habitación. Lo único que hay es una cama muy simple, de metal, con un colchón de una plaza y sábanas blancas. No hay almohada; menos mal, las odio. Ese es todo el mobiliario. La decoración es simple también, pero rara; las paredes son blancas, medio acolchonadas y el piso parece de goma; mierda, me siento en un pelotero inmaculado. Y después, nada más, excepto  un inodoro, un lavamanos y una ventana que no se abre, además de tener una vista horrible. ¿A quién se le ocurre poner una ventana que mira a otra ventana, que lo único que muestra es a un hombre en una habitación blanca con paredes de goma espuma? Encima el tipo me imita en todo lo que hago; es como ese juego casi diabólico que hacen los chicos de repetir todo lo que uno dice. Éste muchacho hace lo mismo, sólo que sin palabras. Para evitar todo este embrollo,  las ventanas deberían ser techos, donde uno no vea más que el cielo, las nubes y las estrellas; se acaban los edificios y el contra-frente, vuelve a haber sol en la ciudad y cada vez más deseos cumplidos porque no se nos van a escapar tantas estrellas fugaces. Luz natural, menos electricidad, gente contenta porque puede caminar en bolas por la casa, ¿que están esperando viejo?; acá hay algo raro, la gente no quiere ser feliz.
Pero esperen. Hay una puerta; hay una puerta porque hay un picaporte. Voy hacia el susodicho; gira, pero en falso. La puerta no se abre, está cerrada con llave. La puta madre, ¿quién la tiene? Me reviso los bolsillos, nada. Trato de buscar en los zapatos; que idiota, cierto que estoy descalzo. Dios, mi cabeza. Mejor cierro los ojos un rato.

El piso es cómodo, me cansé como nunca. Y a mis pies una bandeja con comida; que se curtan, si quieren que coma, primero que me muestren la llave. O una cara. O algo. La puta, parece que me oyeron. Se escucha el ruido de una llave girar, el picaporte que se mueve y un hombre con guardapolvo blanco que aparece. Me pregunta cómo estoy, cómo me siento. Bien, bien (¿quién será este tipo?). Sí, dormí bien. No, hambre no tengo. ¿Por qué me van a inyectar si no como? No, no, por favor, agujas no, ahora como, lo prometo, prometeo. ¿Yo?, no señor médico (¡eso!, los de guardapolvo blanco son médicos. ¿Médicos o maestros?, no importa). No, tampoco. Sí señor. ¿Cuándo? Sí. Ahhhhhhhhhhhhhhh (lengua para afuera). ¿Listo?, chau doctor.
Así que estoy en un hospital. Sufrí un brote psicótico y me voy a tener que quedar acá.  El médico me cae muy mal; me dice que me llamo Ramirez, y no Antúnez. Primer error.  Ayer, el enfermero que trae la comida me contó qué, si no mejoro, voy a estar acá por mucho tiempo. Pobre, es buen tipo, pero se mandó la segunda cagada; en esta habitación ya no hay tiempo, sólo escenas en continuado. Además, me dijo que estoy acá porque no me reconozco. Bingo. Se equivocan todos; yo maté a Ramirez, por eso me gané mi propio cielo.

sábado, 31 de marzo de 2012

Chiste Chiste

-Sube un paranoico a un taxi, y el tachero le dice ¿hasta dónde te llevo flaco?; y el paranoico le contesta: no te hagas el boludo hijo de puta, que vos sabés bien a dónde voy.
-Jaja. ¿Casas, no?
-¡Sí!, ¡no me digas que lo conocés! Yo como un gil recién lo leí hace unos días, me lo pasó un amigo (mentira).
-Claro que lo conozco, tiene un blog que la rompe además. Pero ese chiste no lo inventó él, así que lo podrías haber conocido o leído en otro lado. Lo raro es que yo me di cuenta que leíste Casas…
-Y eso que me conocés hace 5 minutos
-Menos, es la primera vez que te veo la cara en toda mi vida.

El colectivo estaba semivacío, así que daba para la charla sin tener que levantar la voz. El 85 rumbo a Flores iba tranquilo, despacito, frenando en todos los semáforos. Qué contradicción, yo lo había tenido que correr unos metros por Av. La Plata...es que, se sabe; perderse un 85 es complicado, pero si es de noche, es causa justificada de llanto. Suicidio no, oiga don.
Cuando me subí, ella ya estaba sentada ahí, llorando. Ni bien la vi algo dentro mío se movilizó; sinceramente, me dieron ganas de abrazarla, pero cómo hubiese sido muy incómodo para ella, y creo que para mí también, preferí sentarme en el asiento delante suyo. En su momento no lo pensé, pero después me di cuenta que fue el primer gran acierto; si me sentaba en la fila de asientos horizontales, para hablarle, tenía que franquear con la voz la distancia que imponía el pasillo. Si me acomodaba detrás de ella, tenía que primero llamarla con ese golpecito espantoso en el hombro o asomar la cabeza por su costado; malísimas las dos. Así que sí, el inconsciente consciente hizo las cosas bien esta vez.
Ni bien me senté, ya estaba todo claro; lo mínimo era sacarle una sonrisa y la apoteosis hacerla reír. No era nada fácil. Piensen la presión que sentía; el bondi semivacío, la noche, sus lágrimas, mi cara ojerosa; la cosa daba más para el tren fantasma que para levantar ánimos. Claramente, el entre que dijera iba a marcar el triunfo o el fracaso de todo lo posterior; si bien en situaciones normales un mal arranque es remontable, acá no. Ella lloraba, estaba sensible, sentada en el asiento justo arriba de la rueda, en un bondi de mierda a las once de la noche… las reacciones podían ser múltiples y extremas. Pensé  tres posibles: me sigue la charla, me putea o me mira con cara de “¿qué carajo te pasa?”. O sea, tenía un solo tiro; si la pegaba, bien. Si no, todo al carajo y en el peor de los casos me tenía que bajar. Ya lo dije; presión. Mucha, aunque no tanta para transpirar sudor frío, tampoco nos vayamos a la mierda che.
A todo esto, el colectivo seguía a ritmo dominguero, el señor chofer relajado, fumando un pucho.... Y de repente, “¡pero claro!”, dije, “¡un chiste!”.  El problema, ahora dirán, fue decidirme cuál contar. Sin embargo, fue lo más fácil; si bien puedo tener buena memoria para muchas cosas, para los chistes soy de terror. Nunca me acuerdo uno, o mejor dicho, los que me acuerdo los escuché entre los 10 y 12 años; creo que atrofiaron alguna parte de mi cerebro, porque anularon la capacidad de retener algún otro. Para colmo son todos del estilo de Jaimito…. y no, no daba tirarle alguno de esos. Pero, por suerte, tenía fresquito en la memoria el susodicho más arriba, que había leído hacia poquito. Así que me di vuelta en mi asiento, la miré, y cuando ella hizo lo mismo, hice lo que todo hombre debe hacer alguna vez en su vida: hacer reír a una mujer.

- ¿Cómo te diste cuenta que lo había sacado de Casas?, decime.
- No sé; automáticamente cuando terminaste de contarlo, dije “Casas”. Y le pegué, ¿ visteS?.
- Bueno, bien vos entonces…mirá, antes que nada, quedate tranquila que no te voy a preguntar por qué estás llorando; si me querés contar, podés. Pero vos y yo sabemos que no te voy a solucionar nada, ni siquiera ayudarte en algo útil. Pero pero, en lo que sí te puedo ayudar es en este viaje de mierda. ¿Querés?
-Sí.

Y estuvimos hablando de libros, de música y de nada más, porque se tenía que bajar. Tenía una cara preciosa, con una sonrisa que me mostraba todos los dientes, y con unos ojos redondos, negros, de esos que te quedas mirando como un gil. Como verán, misión cumplida pero, la verdad, una lástima; nunca le pregunté el nombre.

viernes, 16 de marzo de 2012

¡Mirá lo que vine a descubrir!

Hoy fue un día de descubrimientos. Para empezar, me di cuenta porqué Sábato es odiado. Todavía no empecé a hacerlo, pero nunca se sabe, así que pongo puntos suspensivos a ese respecto. Pero caí en la cuenta de algo más interesante aún... el tema es que, finalmente, descubrí que escribir algunas cosas es mejor que charlarlas o contarlas opíparamente. Pero que se entienda bien, no hablo de escribir y leerse por ninguna red social ni por mensaje ni nada de eso, sino hoja y papel, o a lo sumo un blog; sí, un blog encaja en la concepción que tengo, así que lo agregamos (ves, acá sino ponía esto, se me caía todo el argumento. Popper me cagaría a tiros, lo sé).

Este pequeño, insignificante hecho para todo el resto de la humanidad excepto, claro, para mí, siempre fue un conocimiento latente. Pero salió de la bruma y se volvió completamente consciente cuando leí un párrafo de Gramsci. Asumiendo que todos saben quién es, durante su estadía carcelaria y en una de las cartas que le envía a su cuñada, dice “hablemos de cosas más interesantes y con las cuales me sea posible desahogar mi manía de charlar”. Y ahí dije, claro, Antonio no tenía otra posibilidad de comunicación con su familia que la palabra escrita y además, como todos, sentía necesidad de charlar, de contar lo que le pasaba. Estoy seguro que sus deseos de hablar aunque sean 10 minutos con la madre de sus hijos, sus hijos y su cuñada fueron enormes, tanto que entran en el carácter de lo inconmensurable, pero esa frase me hizo pensar.  Dije: nosotros, que tenemos la posibilidad de contarle todo a cualquier persona , ¿lo hacemos? Automáticamente dije que no, que hay muchas cosas que nos guardamos para nuestros adentros. Pero entonces, esas cosas que no contamos a nadie, pero que las queremos decir, ¿a dónde van? Bueno, muchas van a los oídos de nuestros psicólogos, que como nos cobran se las tienen que fumar en pipa,  pero algunas otras no. Y ahí fue cuando descubrí que hay que escribirlas, pero no en tono de escupitajo, de diario íntimo de chica de 11 años que le cuenta al papel que le dio un besito por primera vez a un compañerito, no señores. Sino en tono de charla, marcando puntualmente un “vos” abstracto; es decir, cualquiera puede ser el receptor, no importa a quién se dirige, lo que importa que sea a otro y no a nosotros.

Como nada es porque sí, voy a justificar mi descubrimiento. En primer lugar, hay vivencias o pensamientos que a nadie le importa un catzo. Para descubrir cuáles son, hay un ejercicio fácil: salí un momento de vos y escuchate decir lo que tenés pensado contar. Si tu sensación es de “¿y a mí que mierda me importa?”, es probable que un tercero sienta lo mismo, aunque después te escuche por cortesía y ponga cara de que le interesa, cuando en realidad está pensando en cualquier otra goma. Por lo tanto, escribilo; ¿por qué? Fácil también. Para empezar, cumplís con el deseo de contarlo, pero sin tener necesidad de un tercero concreto. Sin esto, tampoco hay necesidad de que alguien se entere, aunque si querés lo podés esparcir y materializar al receptor. Y es más, hasta le conviene que sea escrito a este tercero concreto-hipotético, porque si se está pegando el embole de su vida,  te deja de leer y chau, sin necesidad de la pantomima inútil. Por otro lado, no se requiere la respuesta apurada de confirmación o refutación…no necesitas de una mierda, en verdad.

Además, como si todo esto  fuera poco, nadie te refrena. Esto es clave señores porque, cuando hablamos, hablamos refrenados; si ya se, es una cagada que sea así pero inconscientemente todos lo hacemos, sobre todo en ciertos lugares. Como me encantan los ejemplos, pongamos uno: estás en una de esas comidas familiares medio gancho y de repente tu tío o tu tía o cualquiera de ese elenco de familiares que realmente te chupan tres huevos, dice una frase que tranquilamente podría ser “y si, a estos negros de mierda hay que matarlos a todos”. Y vos, ¿qué hacés?; ¿te callás y mirás a tu hermana o hermano, o alguno que tenga un poco de consciencia social, y le ponés cara de “¡pero mirá lo que dijo este hijo de puta!” o lo mirás al energúmeno y le decís expresamente “a vos habría que matarte, cabeza de verga”? La verdad eh, ¿qué hacés? Yo me callo, no quiero que mi vieja se atragante con los ravioles ni cagarme a trompadas con algún primo. Pero eso que te queda adentro, te va haciendo mierda, porque tenés ganas de hacerle algo, decirle algo…y no podés. Pero ahora sí (acá ya me siento como un vendedor de Sprayette), ahora lo escribís, en el papel lo mandás a cagar, lo hacés mierda, lo cariturizas, le decís expresamente y sin tapujos “vos sos un cabeza de verga” y, más aún, le demostrás porqué se ganó ese mote. Y entonces, en la próxima cena o almuerzo familiar, lo vas a mirar y con una sonrisa vas a decir “acá está este hijo de puta”, pero casi con cariño, de forma burlona pero sin rencor. Y es más sano, sabés que sí, si total está lleno de hijos de puta.

Pero esto no queda acá; la charla hablada no tiene porque eliminarse ni verse dañada. De ninguna manera, jamás se me ocurriría eso. Sería muy aburrido todo; así que podemos seguir hablando boludeces, contándonos cosas y tomando café. Podemos seguir comiendo juntos, salir, ir al cine, teatro, coger, jugar al fútbol, etc. Es decir, hacer todo. Este descubrimiento no resta, suma; Gramsci podría decir que es importante para la filosofía de la historia. Bah, por lo menos yo lo diría si fuese él.

viernes, 9 de marzo de 2012

Luces

Me voy, me fui, de a poco. Me voy sin saber a dónde, ni cuándo será completa la despedida, porque yo ya me fui; sólo lo material está quieto. El resto, el resto ya no está; se fue a buscar algo distinto. Pero eso sí, antes de irme, saludame desde tu ventana;  el viaje es largo, sabés, y hace mucho no te veo.

¿La vuelta decís?, quién sabe; tal vez nunca o tal vez siempre.
Tal vez siempre, porque quizás mi apellido en realidad sea Gauna y haya encontrado sin saberlo el río de mi destino, por más que algunas Claritas quieran que lo esquive. 
Tal vez nunca, porque finalmente mi apellido sea Oliveira y encuentre sin saberlo mi kibutz del deseo, y lo pierda, haciendo así que yo me pierda irremediablemente, con hilos de colores en los bolsillos.

El camino es largo, y quién te dice que nos encontremos en alguna vuelta. Pero Girondo tiene razón, un río de sangre cruza entre nosotros.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Tácita

La taza de café ahí, apoyada en la mesada de la cocina. Y la gota seca en el borde, junto con las marcas de los labios. De quién serán, no sé, pero tuyos estoy seguro que no; para amarga ya está la vida y ponés agua a hervir para hacer un té frutal. Sin embargo, momento, hay otra taza, también con vestigios de café...pero no, esta no cuenta; es la mía del desayuno de la mañana. Pero entonces, ¿quién?...además, ¡no!, empiezo a recordar, ¡no! ¡el horror!. Llamen a Dupin, al Inspector, al agente DoDó. Tomen muestras húmedas de los labios, de las huellas; encuentren algún pelo, alguna colilla de cigarrillo, algo para descubrir quién (por dios, ¿quién?) formó parte de mi ritual con el café de Cuba, del cual solamente quedaba para una sola taza más. Quién hizo esto va a tener que rendir cuentas, y va a salirle caro (más de $50 el kg).

sábado, 13 de agosto de 2011

¿Aire?

El agua cae, en forma de gotas. No me mojo, pero te miro. Yo arriba, vos abajo; y un mundo que nos separa. A ojos ajenos, no hay más que aire entre nosotros. Pero tus ojos y los míos ven más que aire. Ven sueños, miedos, formas de vivir y de pensar; como dijimos aquella vez, el mundo que nos separa. Y sin embargo yo no me detengo. Vos tampoco.
El momento va llegado. Te vuelvo a mirar, y me pierdo como siempre en ese mar color miel. Entonces, el mundo se desvanece y sólo veo aire que se agita al compás de tu aliento y el mío. Tal vez, sólo esta vez, ellos tengan razón…por eso, caigo a tu lado, rendido, y te susurro al oído: es sólo aire, quedate a dormir conmigo.