Gris, larga, con la punta de los dedos y el talón negro. Una
media básicamente. Pero no tengo idea dónde puede estar. La semana pasada me
compré 3 pares y hoy tengo 3 medias nomás, todas surtidas; una blanca, otra
toda negra y otra gris, larga, con la punta de los dedos y el talón negro. En
realidad el problema no es que se pierdan, si las medias van y vienen, lo malo
es que se pierdan en desorden; si lo hicieran parejito, de par en par, hasta
podría armar un tipo de calendario con predicciones y todo…pero no. Se pierden
como se les canta a ellas, y siempre me quedo con unos pares impares
impresentables. Hoy puedo combinar y usar un par; por ejemplo, el soquete
blanco liso con la negra a cuadrille, pero mañana se va todo al carajo. Hay
gente que no sale de la casa si no se baña y yo no salgo sin medias. Ergo, hay
dos opciones; busco alguna de las que se perdieron o me compro otros pares. El
problema es que hoy es domingo. Y mañana feriado. Y entonces hay que buscar. O
usar un par 3 días. Talco, mucho talco.
El departamento es
chico, esto tiene que ser fácil. Siempre la teoría es sencilla, pero a la hora
de los bifes pasan cosas raras. Encuentro de todo; plata, monedas, atados
apretujados de cigarrillos, encendedores (¡acá están!), fotocopias de la
facultad, mi documento con su respectiva cédula (ahora tengo duplicado y
original), más plata…pero de las medias
ni noticias. No puede ser, tienen que estar por acá… A ver, ser rutinario tiene que tener alguna
buena; hagamos memoria, tratemos de reconstruir la secuencia desde el momento
en que llego a casa después de un día normal, un día cualquiera, por ejemplo,
el jueves pasado. Llegué vestido, con las medias puestas; me saqué la remera, el
jean, me puse la otra remera, los shorcitos de fútbol y todavía tenía las
medias en los pies. Y era un par del mismo color, la misma trama y hasta la
misma marca. Siempre me las dejo puestas hasta que entro a bañarme o me voy a
dormir; en ese momento las pongo con las otras cosas en la bolsa de ropa sucia;
acumulo y los viernes la llevo al lavadero para que solamente la laven. Limpia
la ropa, la cuelgo en casa a que se seque, en el patiecito interno compartido
del edificio. El jueves fue hace tres días nomás y me acuerdo haber cumplido la
rueda. También estoy seguro de haber
colgado el sábado medias que coincidían. Pero me estoy dando cuenta de que hoy
al mediodía, cuando saque la ropa de la soga, ya no eran pares; las medias estaban
solteras. Entonces la clave del problema está ahí, en el momento justo, clave,
entre que pongo la ropa limpia pero mojada en la soga para que, justamente se
seque, y el instante en que bajo la ropa limpia pero seca para no andar en
bolas por la calle. Veo tres potenciales explicaciones: se vuelan por un viento
huracanado que sólo sabe cómo sacar medias, tienen vida propia o alguien en el
edificio las colecciona. Bueno, está bien; las roba. Quería hacerlo más poético
che.
Talco. Mucho talco. Encima es verano. Pero mientras iba poniéndome las medias dispares y
dándome cuenta que quedaban extrañamente bien, pensé un plan. Como siempre y
como no podría ser de otra manera, algo simple-efectivo-inútil-absurdo,
básicamente. La cosa es así; mañana, lunes, me compro 3 pares. Uso uno el
martes, otro el miércoles y el tercero, el jueves; el viernes los llevo a
lavar, con el resto de la ropa sucia. Hasta ahí, nada fuera de lo normal, pero
el sábado cambia todo: me quedo todo el día oculto tras la ventana, mirando el
patecito interno donde está el tendedero
de ropa. Puedo leer, escuchar música, comer, tomar mate, café y por fin, sí por
fin, voy a poder darle uso al regalo de mi madre por mí cumpleaños: un par de
binoculares. Al principio uno cree que para algo le pueden servir, al menos
para hacer una emulación de The rare window, pero no; a lo sumo le espías las
tetas a una vecina hasta que te das cuenta que estás mal, muy mal (o que esas
tetas están mal, muy mal), los guardas y no se lo contás a nadie. Pero ahora
sí, esto es contable en una cena familiar: “Má, no sabés lo bien que me
vinieron los binoculares. Paré una sangría de medias increíble”. Y quedás como
un campeón, además de retrasar un poco la pregunta “¿y para cuándo una novia
vos?”; no sé mamá, basta.
La mañana pasó tranquila, nadie se asomó al patiecito; bah,
nadie humano, porque Florian, el gato de planta baja, se la pasó dando vueltas.
Cosa rara ese gato; parece más perro que otra cosa. No está castrado y sin
embargo no se escapa; esta gordo, le gusta que lo toquen y es obediente.
Increíble pero cierto, tanto como que ya
son las 3 de la tarde, y que de no hacer nada me agarró un hambre voraz,
animal, que no deja pensar casi. El problema, el gran problema, es que para
frenarlo tendría que cocinar y eso implica moverse de la ventana y perder, por
carácter transitivo, la chance de agarrar al ladrón. Bueno, la manzana roja rojísima
no está tan mal, pero no se compara a un pollo con verduras y eso, ¡ah!, eso sí
que te deprime automáticamente…y ahí comienza todo en espiral; yo y mis ideas,
yo y mis vecinos cleptómanos… qué miseria hermano. En realidad, no es tan
grave, pero por qué no me habrán regalado medias digo yo, la pucha.
Hace 4 sábados que hago lo mismo y nada. Pero qué tarado, me
olvidé de contarles; las medias son historia, lo importante ahora es la cabeza
rubia de la medianera. El primer sábado, cuando ya estaba aceptando el fracaso,
apareció en la medianera de enfrente una cabeza rubia que me miró un rato y
desapareció. Fijé los ojos un rato más pero no volvió a aparecer sino hasta la
otra semana, es decir el otro sábado (porque sí, volví, obvio). Una cabeza
rubia, de mujer, con unos lentes de sol enormes y unos binoculares. Y así desde
hace 4 sábados. Aparece un rato, me mira, desaparece y después vuelve. Ya no miro al patio, ni a la soga, ni las
medias; ahora apunto a la medianera todo el tiempo. Y cómo tengo todo el
tiempo, me di cuenta que un cerebro ocioso es la máquina del diablo, pero
también es la valijita de Félix; uno descubre que puede llegar a pensar cosas
increíbles. Si no, escuchá el plan que armé para hablarle. En un ataque de
creatividad, armé un muñeco de mi estatura relleno de goma espuma; la cabeza es
de telgopor, las manos son guantes de latex rellenos con papel de diario y está
vestido con un mameluco azul, viejo, de cuándo iba al industrial. Le puse un
gorrito y lentes de sol; lo até a la silla y lo tengo atrás mío. Cuando la
cabeza rubia vuelva a aparecer y desaparecer, inmediatamente pongo al muñeco en
la ventana; entonces bajo corriendo las escaleras hasta el patiecito interno,
me arrastro por las baldosas rojas hasta la medianera y me quedo ahí, agachado,
hasta que vea los codos apoyarse en el borde de la pared y entonces, sí, me
levanto de apoco para no asustarla y le hablo. Simple. Y lo del muñeco es
genial, que nadie me lo discuta.
Ahí está. Ahí se fue. Rápido, hay que hacer todo rápido.
Pongo a Ernesto en la ventana (sí, ya tiene nombre), salgo corriendo por las
escaleras y me agacho; espío con los binoculares a la medianera y no, la cabeza
no está. Ahora comienzo a arrastrarme hasta allá; en realidad podría correr
agachado, pero ya está, ya falta poco. Más que el dolor en las rodillas me
preocupa que me haya visto algún vecino y que mañana llegue un cartelito por
debajo de la puerta que diga “el patio no es para juegos, salame”, pero no, no
importa, si ya estoy a un paso. Listo, a esperar; miro para arriba, al borde de
la medianera. Ni bien aparezcan los codos, levanto una mano para que no muera
del susto y me pongo de pie con un “hola” en la boca. ¿Qué es lo peor que
podría pasar?, ¿un grito?, ¿un cachetazo? ¿o que me diga “hola, ¿cómo estás”?;
no sé, no sé…pará, eso es un codo. Ese es el otro codo; mi madre, tengo que
hacer algo. Ehhhhh….a la una, a las dos y a las ¡tres!. No pará, pará, pará, no
puedo hacerlo tan violento; se va a morir de un susto. Esto tiene que ser
despacio, en cámara lenta. Levanto la mano izquierda cerquita de su cara para
anoticiarle de que hay algo en la medianera; ella se queda sorprendida, se saca
los binoculares y me mira desde arriba. Así que la cabeza rubia es ella; así
que ella tiene los ojos miel, la piel muy blanca y una expresión de sorpresa
increíble en la cara. Me levanto despacio, mirándola; quiero hablarle, pero no
me salen las palabras. Pero seguimos mirándonos a los ojos los dos. Me acerco
un poco más y ella también; no sé cómo, pero de repente le estoy dando un beso
a unos labios suaves, pintaditos de rojo, ni finitos ni gruesos; perfectos, básicamente.
Y mientras estoy pensando esto, siento que ella se separa de mí, me mira y
dice, sacando unas medias perdidas del bolsillo del sobretodo, “tomá, cayeron de
mi lado del patio hace unos meses”. Entonces me entero de que nunca hubo ladrón,
sólo ella.
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