miércoles, 27 de junio de 2012

media nera


Gris, larga, con la punta de los dedos y el talón negro. Una media básicamente. Pero no tengo idea dónde puede estar. La semana pasada me compré 3 pares y hoy tengo 3 medias nomás, todas surtidas; una blanca, otra toda negra y otra gris, larga, con la punta de los dedos y el talón negro. En realidad el problema no es que se pierdan, si las medias van y vienen, lo malo es que se pierdan en desorden; si lo hicieran parejito, de par en par, hasta podría armar un tipo de calendario con predicciones y todo…pero no. Se pierden como se les canta a ellas, y siempre me quedo con unos pares impares impresentables. Hoy puedo combinar y usar un par; por ejemplo, el soquete blanco liso con la negra a cuadrille, pero mañana se va todo al carajo. Hay gente que no sale de la casa si no se baña y yo no salgo sin medias. Ergo, hay dos opciones; busco alguna de las que se perdieron o me compro otros pares. El problema es que hoy es domingo. Y mañana feriado. Y entonces hay que buscar. O usar un par 3 días. Talco, mucho talco.

El departamento es chico, esto tiene que ser fácil. Siempre la teoría es sencilla, pero a la hora de los bifes pasan cosas raras. Encuentro de todo; plata, monedas, atados apretujados de cigarrillos, encendedores (¡acá están!), fotocopias de la facultad, mi documento con su respectiva cédula (ahora tengo duplicado y original), más  plata…pero de las medias ni noticias. No puede ser, tienen que estar por acá…  A ver, ser rutinario tiene que tener alguna buena; hagamos memoria, tratemos de reconstruir la secuencia desde el momento en que llego a casa después de un día normal, un día cualquiera, por ejemplo, el jueves pasado. Llegué vestido, con las medias puestas; me saqué la remera, el jean, me puse la otra remera, los shorcitos de fútbol y todavía tenía las medias en los pies. Y era un par del mismo color, la misma trama y hasta la misma marca. Siempre me las dejo puestas hasta que entro a bañarme o me voy a dormir; en ese momento las pongo con las otras cosas en la bolsa de ropa sucia; acumulo y los viernes la llevo al lavadero para que solamente la laven. Limpia la ropa, la cuelgo en casa a que se seque, en el patiecito interno compartido del edificio. El jueves fue hace tres días nomás y me acuerdo haber cumplido la rueda. También estoy seguro de  haber colgado el sábado medias que coincidían. Pero me estoy dando cuenta de que hoy al mediodía, cuando saque la ropa de la soga, ya no eran pares; las medias estaban solteras. Entonces la clave del problema está ahí, en el momento justo, clave, entre que pongo la ropa limpia pero mojada en la soga para que, justamente se seque, y el instante en que bajo la ropa limpia pero seca para no andar en bolas por la calle. Veo tres potenciales explicaciones: se vuelan por un viento huracanado que sólo sabe cómo sacar medias, tienen vida propia o alguien en el edificio las colecciona. Bueno, está bien; las roba. Quería hacerlo más poético che.

Talco. Mucho talco. Encima es verano. Pero  mientras iba poniéndome las medias dispares y dándome cuenta que quedaban extrañamente bien, pensé un plan. Como siempre y como no podría ser de otra manera, algo simple-efectivo-inútil-absurdo, básicamente. La cosa es así; mañana, lunes, me compro 3 pares. Uso uno el martes, otro el miércoles y el tercero, el jueves; el viernes los llevo a lavar, con el resto de la ropa sucia. Hasta ahí, nada fuera de lo normal, pero el sábado cambia todo: me quedo todo el día oculto tras la ventana, mirando el patecito interno donde está  el tendedero de ropa. Puedo leer, escuchar música, comer, tomar mate, café y por fin, sí por fin, voy a poder darle uso al regalo de mi madre por mí cumpleaños: un par de binoculares. Al principio uno cree que para algo le pueden servir, al menos para hacer una emulación de The rare window, pero no; a lo sumo le espías las tetas a una vecina hasta que te das cuenta que estás mal, muy mal (o que esas tetas están mal, muy mal), los guardas y no se lo contás a nadie. Pero ahora sí, esto es contable en una cena familiar: “Má, no sabés lo bien que me vinieron los binoculares. Paré una sangría de medias increíble”. Y quedás como un campeón, además de retrasar un poco la pregunta “¿y para cuándo una novia vos?”; no sé mamá, basta.


La mañana pasó tranquila, nadie se asomó al patiecito; bah, nadie humano, porque Florian, el gato de planta baja, se la pasó dando vueltas. Cosa rara ese gato; parece más perro que otra cosa. No está castrado y sin embargo no se escapa; esta gordo, le gusta que lo toquen y es obediente. Increíble pero cierto,  tanto como que ya son las 3 de la tarde, y que de no hacer nada me agarró un hambre voraz, animal, que no deja pensar casi. El problema, el gran problema, es que para frenarlo tendría que cocinar y eso implica moverse de la ventana y perder, por carácter transitivo, la chance de agarrar al ladrón. Bueno, la manzana roja rojísima no está tan mal, pero no se compara a un pollo con verduras y eso, ¡ah!, eso sí que te deprime automáticamente…y ahí comienza todo en espiral; yo y mis ideas, yo y mis vecinos cleptómanos… qué miseria hermano. En realidad, no es tan grave, pero por qué no me habrán regalado medias digo yo, la pucha.

Hace 4 sábados que hago lo mismo y nada. Pero qué tarado, me olvidé de contarles; las medias son historia, lo importante ahora es la cabeza rubia de la medianera. El primer sábado, cuando ya estaba aceptando el fracaso, apareció en la medianera de enfrente una cabeza rubia que me miró un rato y desapareció. Fijé los ojos un rato más pero no volvió a aparecer sino hasta la otra semana, es decir el otro sábado (porque sí, volví, obvio). Una cabeza rubia, de mujer, con unos lentes de sol enormes y unos binoculares. Y así desde hace 4 sábados. Aparece un rato, me mira, desaparece y después vuelve.  Ya no miro al patio, ni a la soga, ni las medias; ahora apunto a la medianera todo el tiempo. Y cómo tengo todo el tiempo, me di cuenta que un cerebro ocioso es la máquina del diablo, pero también es la valijita de Félix; uno descubre que puede llegar a pensar cosas increíbles. Si no, escuchá el plan que armé para hablarle. En un ataque de creatividad, armé un muñeco de mi estatura relleno de goma espuma; la cabeza es de telgopor, las manos son guantes de latex rellenos con papel de diario y está vestido con un mameluco azul, viejo, de cuándo iba al industrial. Le puse un gorrito y lentes de sol; lo até a la silla y lo tengo atrás mío. Cuando la cabeza rubia vuelva a aparecer y desaparecer, inmediatamente pongo al muñeco en la ventana; entonces bajo corriendo las escaleras hasta el patiecito interno, me arrastro por las baldosas rojas hasta la medianera y me quedo ahí, agachado, hasta que vea los codos apoyarse en el borde de la pared y entonces, sí, me levanto de apoco para no asustarla y le hablo. Simple. Y lo del muñeco es genial, que nadie me lo discuta.

Ahí está. Ahí se fue. Rápido, hay que hacer todo rápido. Pongo a Ernesto en la ventana (sí, ya tiene nombre), salgo corriendo por las escaleras y me agacho; espío con los binoculares a la medianera y no, la cabeza no está. Ahora comienzo a arrastrarme hasta allá; en realidad podría correr agachado, pero ya está, ya falta poco. Más que el dolor en las rodillas me preocupa que me haya visto algún vecino y que mañana llegue un cartelito por debajo de la puerta que diga “el patio no es para juegos, salame”, pero no, no importa, si ya estoy a un paso. Listo, a esperar; miro para arriba, al borde de la medianera. Ni bien aparezcan los codos, levanto una mano para que no muera del susto y me pongo de pie con un “hola” en la boca. ¿Qué es lo peor que podría pasar?, ¿un grito?, ¿un cachetazo? ¿o que me diga “hola, ¿cómo estás”?; no sé, no sé…pará, eso es un codo. Ese es el otro codo; mi madre, tengo que hacer algo. Ehhhhh….a la una, a las dos y a las ¡tres!. No pará, pará, pará, no puedo hacerlo tan violento; se va a morir de un susto. Esto tiene que ser despacio, en cámara lenta. Levanto la mano izquierda cerquita de su cara para anoticiarle de que hay algo en la medianera; ella se queda sorprendida, se saca los binoculares y me mira desde arriba. Así que la cabeza rubia es ella; así que ella tiene los ojos miel, la piel muy blanca y una expresión de sorpresa increíble en la cara. Me levanto despacio, mirándola; quiero hablarle, pero no me salen las palabras. Pero seguimos mirándonos a los ojos los dos. Me acerco un poco más y ella también; no sé cómo, pero de repente le estoy dando un beso a unos labios suaves, pintaditos de rojo, ni finitos ni gruesos; perfectos, básicamente. Y mientras estoy pensando esto, siento que ella se separa de mí, me mira y dice, sacando unas medias perdidas del bolsillo del sobretodo, “tomá, cayeron de mi lado del patio hace unos meses”. Entonces me entero de que nunca hubo ladrón, sólo ella.

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