viernes, 14 de enero de 2011

Señor.

Nadie pensó que lo haría. Sin embargo, sabemos que finalmente lo hizo. Sabemos también cómo y dónde. Fue en el Palacio, y con una afilada arma blanca.

Se escabulló dentro del Palacio luego del primer cambio de guardia; lo hizo como el destello de luna en una noche de invierno; pálido, frío, pero cargado de una energía inexplicable. Puedo imaginar el fulgor de sus ojos, llenos de ira, codicia y, porque no, miedo; quién podía decir a ciencia cierta cuál sería la reacción del pueblo ante la noticia de la muerte de su Rey. Pero yo sé que él avanzó con decisión; me lo imagino caminando por los pasillos helados y desiertos, empuñando el arma asesina y tratando de no ser oído por nadie, ni siquiera por él. Aunque nunca me lo han contado, yo sé cómo sucedieron los hechos; entró en el Palacio durante la confusión del cambio de guardia, avanzó con el mayor sigilo posible por los pasillos, mató a algún que otro guardia sólo para probar el filo de su arma y finalmente ingresó al cuarto real. Allí estaba el Rey, dormido en su cama, seguro de sí mismo y de su poder. Imagino, también, los últimos minutos de vida del monarca. Lo veo abriendo los ojos y lanzando un grito de dolor; su sueño había sido interrumpido por una inexplicable sensación de frío en la boca del estómago, la cual ahora se convertía en un ardor insoportable. Cuando pudo enfocar sus ojos, vio el puñal, una mano y sangre; allí se percató de que estaba siendo asesinado. Fue lo último que vio y pensó, antes de sentir el cuchillo dando vueltas dentro de su carne, aumentando el sangrado y condenando para siempre a la cauterización.

Al amanecer, todo el pueblo se movilizaba frente a la plaza. El Rey, el Señor, había sido asesinado. Él, quien velaba por nosotros, quien gobernaba por nuestro bienestar, había sido asesinado en manos de un advenedizo codicioso; había que vengar su muerte. Todo el pueblo marchaba hacia el Palacio, con puños en alto y gritos en todas las gargantas. Los alrededores de la residencia eran un verdadero hervidero; estaba seguro que sólo faltaba esa pequeña chispa, esa insignificante acción para que se desataran los sucesos más violentos y descontrolados. Si esto todavía no había sucedido era por la amenazante figura de la renovada Guardia Real en las puertas y accesos.
Los gritos contra su persona eran de lo más variados y sensibles; recuerdo algunos que parecieron tener una sincronización perfecta. Un hombre gritó: “¡Fratricidio!, porque él era como un hermano para todos”; a lo cual un joven respondió: “¡No!, ¡Parricidio!, porque él realmente era como un padre para el pueblo”; frente a lo cual, una mujer exclamó: “¡Asesino!, porque antes que nada, era un ser humano maravilloso”. 
Me sorprendí. Nunca creí que el Rey fuera popular pero ahora lo estoy seguro de que estaba en lo correcto; sólo habíamos caído en la repetición, mirando el pasado con añoranza, rescatando lo bueno y olvidando lo malo. Miramos las cebollas de Egipto, pero negamos al látigo. Por eso el pasado se repite, por eso estamos condenados a cometer los mismos errores. Pero no todo es pernicioso en tal ejercicio; por eso también perdonamos y olvidamos. Tal vez, también,  por todo aquello, hoy al asesino lo llamamos Señor.